TEXTO POR ROBERTO BARAJAS

Presentación del catálogo:
Fondo, Figura y Fondo otra vez de Cecilia Vázquez
Roberto Barajas
Curador
Noviembre, 2014


La selección de obra que nos ocupa en esta ocasión, forma parte del catálogo y la muestra individual Fondo, figura y fondo otra vez de la pintora mexicana Cecilia Vázquez. Desde el título, la artista parece invitarnos a un diálogo en interacción con la representación, con las formas y su contexto silenciado, o bien revelado, entre cada uno de sus trazos como signo alusivo. Cabe mencionar que los dos libros que presentamos hoy sobre la obra pictórica de Cecilia tienen una naturaleza distinta, y por esta razón, conceden a su obra un doble mérito, facilitando el acercamiento, quizá más íntimo con ser humano, más allá de la formalidad académica por parte de la artista, que también sabe imprimir en su trabajo.
El paso no definitivo de la abstracción a lo figurativo, podemos definirlo como parte de su fondo más simbólico, y digo no definitivo, porque en su trabajo, Cecilia nunca deja de jugar con ambos estilos y todo el tiempo está pintando abstracciones que se comunican e interactúan con lo figurativo.
Esta interacción, sin embargo, no es algo que le preocupe, y lejos de ello, se le nota cómoda, pues de alguna manera, ambos estilos han complementado su narrativa, como parte fundamental de su proceso evolutivo en los últimos años. Este juego pareciera, de momentos, recordarnos al joven Nietzsche, cuando al referirse a las figuras divinas de Apolo y Dionisos en la cultura griega, éstos se le revelaban como contrarios y complementarios al mismo tiempo, sin sugerir nunca una fusión determinante ni el predominio de uno sobre el otro. Ambos son definidos, así, como categorías estéticas traducidas como energías propias de la naturaleza. Estas figuras divinas ayudaron a Nietzsche para estructurar su estética como ontología. Y en este sentido, al igual que para el filósofo alemán representó la música, la obra de Cecilia parece introducirnos a un universo interpretativo de
representaciones, de símbolos y conceptos más allá de las formas aparentes. Y desde ahí nos habla de la vida, del duelo como ofrenda, sutilmente referido en la belleza de sus flores, de su formalidad académica a partir de la geometría en juego con las dimensiones de espacio y distancia en el lienzo, de la finitud de la existencia al pintar hígados, intestinos simulando ser perlas y tentáculos de pulpos amontonados, como ejercicios íntimos y de empatía con la naturaleza, con lo figurativo y la abstracción al mismo tiempo. Al ocuparse del espacio en un contexto formal como concepto, dentro de la pintura, nos aclara un poco el resultado de su obra más reciente, donde una vez pasada la bidimensionalidad del lienzo y los límites de su profundidad, la materialidad objetual se ha convertido ahora en el espacio arquitectónico-pictórico a resolver. Como lo vemos en el espacio construido a partir del color y la luz, deconstruido desde una lógica pictórica formal, más allá de los trazos concebidos como personajes que, además, en sus instalaciones, adquieren independencia en el cuadro, e interactúan con la tridimensionalidad del objeto, con el dibujo y el lienzo, todo al mismo tiempo.
Sus flores y las alusiones más orgánicas nos remiten a la precariedad de la vida, entendida en el sentido que la describe Judith Butler, como una naturaleza exhibida, siempre expuesta y vulnerada frente al otro, exaltando su belleza a partir de su naturaleza efímera y temporal; otro aspecto importante de su simbolismo. Distintivos alusivos en la belleza natural de sus rosas negras cuidadosamente trazadas, suspendidas en el espacio de exhibición, cuidadas delicadamente con cada trazo del lápiz o en sus hígados conviviendo con flores en el mismo cuadro, simbolizando una naturaleza muerta. En esta naturaleza Cecilia enuncia el carácter de ofrenda y luto desde el esplendor de la figura, su forma y contexto están en el fondo de esta reflexión como signo. Ahí está la artista, la pintora que nos seduce con sus conmovedores trazos y el simbolismo que nos traduce la naturaleza en su momento más vulnerable, proyectada en un sentido profundamente personal, cual efecto del espejo en el psicoanálisis lacaniano, en su posibilidad de representar lo real a partir de lo imaginario y lo simbólico como lenguaje del inconsciente.
Ese juego de intimidad salvaje y visceral se vislumbra en lo que podríamos llamar el afecto formalizado, que Cecilia siempre parece ocultarnos y/o revelarnos sutilmente en su obra. Dionisos ronda la obra de Cecilia enalteciendo la finitud, mediante las flores en su contexto más efímero, celebran su naturaleza marchita, su temporalidad dibujada a detalle.
Dotándola de una belleza permanente en su fugacidad, como un acto reiterativo donde -según el joven Nietzsche autonombrado alumno de Heráclito-, el devenir contiene el furor más elemental de la naturaleza humana y que en planos formales, Cecilia traza con una belleza sublimada. Del mismo modo, los intestinos que pinta intervenidos con colores y otras formas abstractas, jamás nos remiten sólo al aspecto visceral, sino a ese proceso orgánico en donde su trascendencia está en el aspecto simbólico de su pronta descomposición, y aún así, concebidos como elementos bellos u ornamentales, imágenes alejadas al mismo tiempo del realismo más natural y la imagen que representan. Esa conciencia es la que le permitió a Nietzsche superar el nihilismo, traducido en un entusiasmo que celebraba la existencia a pesar de su finitud afirmando la vida, y con ella, la energía simbólica de su esplendor como voluntad de poder, anunciando al filósofo artista.

En una alucinante metáfora a la sabiduría nietzscheana, el autor nos habla del goce en la comprensión inmediata de las figuras, donde todas y cada una nos hablan, donde nada resulta indiferente e innecesario. Momento supremo de la vida en el que la realidad onírica de las bellas figuras orientada en la imagen divina de Apolo, entraba en juego más que en conflicto, con la embriaguez dionisiaca, trascendiendo el mundo de las apariencias, y accediendo a partir de esta sabiduría helénica, al universo donde no sólo las imágenes agradables y amistosas de la vida se nos revelaban, sino también las tristes, oscuras y tenebrosas contempladas con el mismo placer, pues el velo de la apariencia ondeaba junto al instinto revelador de la embriaguez dionisiaca, como instintos artísticos que nos hacían soportable el dolor de la existencia, aspecto revelador desde el cual afirmaba la vida desde ésta, su naturaleza perecedora.

En este sentido; El mismo instinto que dio vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia, destinados, e inducidos, a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, mundo de belleza, de sosiego, de goce… Sobre todo se trataba de transformar aquellos pensamientos de nausea sobre lo espantoso y lo absurdo de la existencia, en representaciones con las que se pudiera vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso y lo ridículo, descarga artística de la nausea de lo absurdo. Estos dos elementos, entreverados uno con otro, se unen para formar una obra de arte que recuerda la embriaguez, que juega con la embriaguez.

F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia: La visión dionisiaca del mundo
p.p. 281 y 298

En este momento me resulta pertinente citar el diálogo que sostienen en el catálogo Cecilia y el curador venezolano Carlos Palacios, -querido amigo aquí presente-, cuando le pregunta sobre una obra que hubiera influido de manera reveladora para lo que hace ahora. El buey desollado de Rembrandt es la respuesta que da Cecilia a esta pregunta, al referirse al poder que concibe en la pintura, más allá de la representación. En este clásico del siglo XVII el autor sacraliza, a decir de Cecilia, un momento de pura cotidianidad, incluyendo una crucifixión simbólica del animal ensangrentado, colgado, exaltando su aspecto más visceral en la escena, como un pedazo de carne que, en la pintura, faculta al autor para trascender el objeto pintado a signo. En esta obra que menciona Cecilia, la belleza más estremecedora yace de los aspectos más violentos, en el momento preciso en donde el cuerpo del animal muerto nos transporta casi de inmediato a su continua descomposición, a esa muerte aparentemente visible en la pintura, simbolizada de manera violenta y desencarnada, pero proyectando también cierto estremecimiento y una belleza muy particular, casi intolerable.

La naturaleza, así, en la obra de Cecilia, se plantea como un encuentro
constante de contrarios, de formas y contextos, de planos y volúmenes que se comunican pero nunca terminan de disolverse entre sí, por el contrario, se mantienen, y no por un defecto de proceso creativo, sino porque la intención de la pintora es precisamente controlar esta distancia, conservarla de manera reconciliadora, en diálogo con formas y contextos, con la abstracción y lo figurativo. Para Cecilia la formalidad de su disciplina la conduce a la constante experimentación, y sus resoluciones siempre parecen conducirla a nuevas preguntas, a nuevas búsquedas. Cuando más concreta y redonda parece mostrarnos una obra en un sentido literal y formal, más parece conducirnos a una nueva etapa de su pintura. Contrarios que lejos de problematizarse, se complementan, articulando su narrativa simbólica.

Como parte de esta narrativa el proceso de producción y asimilación resultan fundamentales, quizá de ahí la importancia por publicar este segundo libro de apuntes; Geometría blanda, que sólo incluye fragmentos y estudios procesuales, ausentando por completo las imágenes de obras terminadas. En este segundo libro encontramos la afinidad de Cecilia también con la técnica fotográfica, como un elemento discursivo de su proceso creativo. Una artista que dialoga también con la técnica y desde la mirada maquínica, se nutre de nuevas propuestas como políticas de la mirada, vislumbradas más tarde en la pintura.

En un acto reconciliador, Cecilia contextualiza la forma a partir de un fondo cargado de un profundo afecto y de una intimidad que, si bien ella misma se ocupa de velar mediante el formalismo académico-técnico de su pintura, estos signos se anuncian con sutileza y se sostienen en cada forma, en cada intestino, en cada hígado, con cada circunferencia remitiéndonos al principio cíclico de la vida, y desde donde, para la artista y para el ser humano, siempre hay algo más por descubrir. De ahí quizá su interés por rebasar la bidimensionalidad dictada históricamente por la pintura, accediendo a la objetualidad trimidensional, al fondo plástico puesto en contexto, como concepto, sin olvidar que todos y cada uno de estos experimentos, los realiza desde la lógica pictórica, oficio del que podemos asegurar, conoce lo suficiente y lo hace bastante bien.

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